¿Se quiere igual a un hijo adoptado? Es ya una pregunta recurrente, de esas que cansa contestar y que a menudo te limitas a decir SI. Pereza a la respuesta, es posible que sea eso. ¿Y todo en función a qué?
Nos han vendido la idea idílica de un amor infinito, inalienable, intransferible hacía los hijos y una pasión frenética por lo genético. Es curioso que nos pasemos media vida acomplejados, con baja autoestima, criticándonos a nosotros mismos por nuestras orejas, nariz, estatura, peso, color de pelo, pecas…
Eso sí, llega la hora de tener hijos y queremos que sea a nuestra imagen y semejanza. Los humanos no dejamos de ser contradictorios.
Recuerdo la primera vez que la vi. Era el primer viaje, y apenas tenía unos meses. Costaba distinguirla entre tantos bebés, todos llorando a la vez, anhelando mimos, llamando la atención de los cinco o seis adultos que allí estábamos. Lloraban al unísono, de cuatro en cuatro al baño y nuevamente al concierto nocturno reclamando la toma de leche.
Era bonita, morena, tierna, un encanto… pero éramos dos perfectas desconocidas. Lo mismo me ocurrió cuando nació mi primera hija. Necesite unos días para ser consciente de que era madre, de que a partir de ese momento era madre, de que mis emociones en la vida serían diferentes, de qué a ese día sería un punto y aparte.
Un encuentro, el primero, del que regresé a España con ganas y ansias de que los trámites se agilizasen, pero en espera de ese amor, de ese vínculo que haríamos a diario.
Siempre había creído que el amor por el hijo era un amor desbordante que te llenaba nada más nacer, nada más tenerle en tus brazos. Sufrí una decepción cuando ese amor era grande, pero no tan inmenso como el que se va tejiendo, día a día, poco a poco, en cada momento…ese amor que algunos trataron de definir con “hoy te quiero más que ayer, y menos que mañana”.
Por eso no me asusté cuando la primera vez que nos encontramos solo me llevé la ternura de un precioso bebé. En nuestro segundo encuentro la intensidad fue mayor.
En mi tercer viaje, de regreso, dejaba allí a mi hija. Y aún ahora me pregunta, como suelen decirme, solo por curiosidad: ¿en verdad se les quiere igual que a lo hijos biológicos?
Ella no tiene mi genética y ¡hay momentos en que nos parecemos tanto! Yo creí que le daría amor, pero es ella quien me lo ha dado todo. Ella me trajo una nueva forma de ver la vida, una intensidad mayor en cada paso que damos, a los detalles, a los momentos, y poca importancia desde su llegada a lo que siempre nos ha parecido relevante.
Ella me enseñó a ser empática donde tengo que serlo, me entregó su fuerza, su ímpetu y sus armas de guerrera; me enseñó a no perder el tiempo con causas a las que no me llamaron, y no sentirme culpable si prefiero dar mi amor a unos y no a otros; me enseñó a tender la mano a aquellos que la piden y dejar que quienes no creen necesitar sigan su camino.
Me enseñó sentimientos que jamás pensé que tendría, me abrió las ventanas a un mundo muy diferente, un mundo que jamás pensé que existiría. Y aún me preguntan que si se les quiere igual. Y yo me pregunto si ella me querrá siempre igual. Yo solo la abracé y ella me lo dio todo.
No, no se quiere a los hijos por igual, se les quiere diferente pero con igual intensidad. Cada hijo es una experiencia y llegan en momentos muy diferentes. Cada hijo es un aprendizaje, sobre todo si se les ha buscado intensamente y durante mucho tiempo.
Ni siquiera nosotras somos las mismas con cada hijo, ni nuestros momentos ni nuestras emociones son las mismas. No, no se les quiere igual, se les ama diferente, a cada uno por lo que son y a cada cual se les entrega el mejor amor que una madre o un padre cree que tiene que darle.
Se les cuida diferente, se les apoya diferente, se les entiende diferente, se les escucha diferente, que no es ni mejor ni peor. Y ello tampoco depende de la genética, ni del color, ni de la raza, ni de la personalidad.
Lo que me parece inmensamente extraño es que alguien aún piense que el amor crece con parámetros, con colores, con razas, con sangre, con genes. El amor es amor, y el amor se hace con besos, caricias, abrazos, miradas, comprensión, apoyo, apego….
Cada hijo es un mundo, una experiencia, e indistintamente de cómo hayan llegado a nuestras vidas, ahí estaré, apoyándoles, luchando intensamente con sus problemas, con sus frustraciones, con su personalidad… sin tirar la toalla, hasta verlas caminar solos… y aún así, siempre estaré un paso por detrás, observando cada paso mientras el tiempo me lo permita.