Tener un hijo como madre soltera por elección ha sido la mejor decisión de mi vida sin duda alguna. Es cierto que da vértigo, lo sé. En mi caso me dio y mucho. Eran y son muchos los condicionantes para sentir miedo e inseguridad. Una vez mi terapeuta me dijo: “Si estás tan preocupada por llegar a ser una buena madre es que ya lo eres”.
Yolanda Rodríguez
Mi hijo tiene casi tres años, yo tengo 47. Lo tuve con 44. Empecé con 41 y ya la seguridad social no me cubría. Fue a los 36 cuando tuvieron que extirparme las trompas y los ovarios por causas muy dramáticas para mí, era una de las gotas finales para desbordar el vaso de años de humillaciones y maltrato. Cuando me dijeron que había perdido esos órganos, me comentaron que hoy en día existía la posibilidad de ser madre sí así lo deseaba y cuando lo deseara pero mi dolor era tremendo para pensar en nada. Después pensé que si llegaba el momento no tenía por qué hacer todo eso habiendo tantos niños sin hogar en el mundo.
No sabía lo difícil que está el asunto de las adopciones. En mi caso era impensable, soltera, sin trabajo estable, con fibromialgia y fatiga crónica, una historia detrás con depresiones, angustias, incluso de autodestrucción y falta de autoestima, con un apoyo del entorno casi nulo, una familia totalmente desestructurada (la base inicial de muchos de los problemas que tuve en la vida) y un círculo de amistades que no era el adecuado para compartir un proyecto de vida como ese.
Llegó un momento que me di cuenta de que si dejaba que el dolor, el miedo y lo que me habían hecho creer de mi misma gobernaba mi vida jamás podría ser yo, así que decidí empezar a reconstruirme con la ilusión de sacar lo mejor de mí para, después, tomar la mejor decisión y darle un giro total a mi vida.
No ha sido fácil, realmente creo uno siempre está reconstruyéndose un poco de alguna manera…
Cuando fui a mi primera entrevista en un centro privado estaba llena de inseguridad, pero algo me decía: “sigue hacia adelante”. Hubo alguien que me dijo que tenía la certeza de que sería la mejor madre, que cualquier problema de los que tenía se haría pequeño cuando luchara por salir adelante con mi hijo. Tenía razón. Siempre me animó a no abandonar mi sueño, incluso escribió una canción sobre ello. Gracias, amigo.
Hice cuatro intentos, dos en fresco y dos con congelado. Ya estaba muy desanimada, mis circunstancias personales no eran como para tirar cohetes, siempre sucedía algo… Cuando me llamaron para decirme que ya se cumplían los dos años desde el último intento en fresco que había fallado y del que habíamos congelado dos embriones, se me abrieron de nuevo los miedos y las ganas, empezaba la lucha interna de nuevo. Me daban la opción de aguantar un año más pagando extra pero ya tenía casi 44 años y las cosas no tenían pinta de cambiar. Otra opción era donarlo pero, después de meditarlo y comentarlo con mi terapeuta, con la que nunca había dejado de trabajar desde el principio, quedamos que había que cerrar el círculo, que habíamos llegado hasta allí y hecho un gran trabajo con esa ilusión y que si no salía siempre podría dar las gracias a ese proyecto porque aún sin haberse logrado ya me había aportado sólo cosas buenas. Lo hice, con miedo claro, pero esta vez con una actitud muy diferente… desde la serenidad.
Cuando descongelaron los embriones sólo sobrevivió uno, mi hijo David. El último de todos los embriones (que no eran pocos) fruto de todos los procesos.
Hay muchas anécdotas de todo tipo durante el proceso de estos intentos. Algunos son dignos de “humoríficarlos” y redactar el guion de un monólogo con ellos, con otros una novela. Para eso tendría que escribir mucho más…
El día que supe que estaba embarazada, estaba en la sala de espera de un hospital mientras le hacían una colonoscopia a mi padre, que en ese momento tenía 82 años, para revisar si se le había reproducido un tumor maligno tremendo que le habían extirpado hacía unos meses. Estaba con una amiga y me sonó el teléfono, escuché, me aseguré que había entendido bien y, al colgar, me quede quieta y callada. Mi amiga me preguntó y le dije que estaba embarazada. Ella, sorprendida, me dijo que parecía que no me alegraba y le contesté que mi alegría no era de reír y saltar, era algo de mucho más adentro, algo mucho más sereno, íntimo y personal. Enseguida me llamaron de quirófano y me dijeron que mi padre estaba “limpio”. Cuando entré mi padre estaba aún bajo los afectos de la anestesia y le dije: “papá, ya no tienes cáncer y yo voy a tener un hijo”. Emocionante, ¿verdad?
Tuve un embarazo tranquilo, hacía mi vida casi normal, fui a una escuela de madres donde me preparé física, mental y prácticamente para todo. Yo no podía contar con madre, hermanas, ni amigas que me echaran una mano a la hora de la verdad y, sinceramente, la gente, cuando estás embarazada o tienes un bebé, te pone la cabeza como un bombo de experiencias propias u oídas que sólo te confunden. Así que yo decidí tomar un camino firme y no dejarme marear por quienes luego, si te hace falta una mano, desaparecen como el humo.
Tuve a mi hijo por cesárea programada, a las 39 semanas. Venía con una vuelta de cordón y el médico no quiso jugársela, nos había costado mucho y si algo fallaba no me dejaba muchas opciones de poder intentarlo de nuevo, así que acepté sin rechistar.
Al nacer, cuando rompió a llorar, lo colocaron junto a mi mejilla y automáticamente se calló e hizo un gemido como diciendo: “esta es mi mamá”…En ese momento me di cuenta de la realidad. Y no hay palabras para explicar ese momento. Las he buscado pero no las hay.
En la clínica, a veces, escuchaba murmurar a las enfermeras conforme yo “estaba sola”, eran comentarios de lástima… ¡Qué equivocados estaban!… Quise dar el pecho a mi hijo por encima de la opinión de todos, incluso el ginecólogo, y fue un éxito total; de hecho aún se lo doy. El principio fue un poco difícil pero una vez decidí informarme lo mejor posible y no dejarme “comer el coco” todo fue como la seda y es una opción que, si se puede, la recomiendo 100%. Pasados un par de días, aún en el hospital, cuando el pediatra vino a buscarlo para hacerle un control, al traerlo me dijo: Parece que has nacido para hacer esto, mejor no lo has podido hacer, tu hijo ya ha recuperado su peso de nacido, te felicito”. Era mi primer éxito como madre y estaba tan contenta…
Al salir de la clínica empezó el ir de aquí para allá con mi hijo a cuestas: al Registro, a la Seguridad Social, al Ayuntamiento, en fin, a toda la burocracia que representa. Llovía, tenía mis puntos aún, pero me di cuenta de que lo que me había dicho aquella persona era verdad: tenía más fuerza que nunca.
A veces me sentaba junto a su cunita, lo miraba dormir y me caían las lágrimas desde una emoción muy profunda. Aún me sigue pasando de vez en cuando…
No es tarea fácil, no, pero tengo mucho que agradecerle a mi hijo y no cambiaría mi vida actual por nada del mundo. Sigo teniendo problemas y preocupaciones pero, por primera vez, puedo decir que soy feliz.